sábado, 29 de diciembre de 2007

LA VENDEDORA DE FÓSFOROS

Cuando era pequeña, mi padre casi todas las semanas tenía que viajar a Madrid por motivos de trabajo. Para "compensarnos" por su ausencia, nunca se olvidaba de traernos libros de cuentos a mi hermana y a mí. Los leía con tanta ansiedad, que me quedaba una sensación de vacío-tristeza cuando los terminaba. Entonces, releía los cuentos más despacio y quedándome con todos los detalles. Es mi primer recuerdo sobre mi amor a la lectura. Nunca me olvidaré de un cuento de Hans Christian Andersen que leí con 7 años, "la vendedora de fósforos". Recuerdo mis ojos inundados de lágrimas y mis primeras reflexiones sobre la desigualdad económica en el mundo en el que vivía (quizás en aquel momento fui consciente por primera vez de que no todos los niños tendrían la gran suerte de vivir una Navidad y en definitiva, una vida como la mía). Nunca he olvidado la historia de esta niña vendedora de fósforos y mi forma de asimilar la muerte con tan sólo 7 años, por eso quiero que hoy la recordéis conmigo. Espero que os guste.

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados navideños se percibía por todas partes.
Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa ya que si volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Sus manitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!
Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también, mas la llama se apagó. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! Pero la segunda cerilla se apagó, y no vió ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.
-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".
Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.
-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.
-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.
Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

3 comentarios:

Una dijo...

Este es el cuento que nunca he podido olvidar yo tampoco ,se graba muy hondo porque es muy triste .Lo mismo ocurre con la película de la familia numerosa que pierde al pequeño de la mano del abuelo (el gran Pepe Isbert).

jose carlos dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Recordar estas cosas de la infancia, pone de manifiesto tu alma sensible y solidaria. Pèro el mundo es así de injusto: mientras que en unos sitios se están muriendo todos los días miles de niños por falta de agua y de alimentos, aquí padecemos una verdadera epidemia de obesidad, porque además de hacer una vida cada vez más sedentaria, ingerimos más calorias de las que necesitamos para que nuestro organismo funcione adecuadamente.